La Hormiga
Alguien cerró
subrepticiamente la puerta y, ante la vecindad de la tormenta, Andrés
creyó que era el viento, mas luego se dio cuenta de que la cortina de junco
apenas se movía. La vieja y pesada puerta no podía ser fácilmente impulsada.
La habitación
estaba alumbrada débilmente por una bombita eléctrica, y el camastro
desvencijado, maloliente, junto a dos sillas de mimbre ofrecían una visión
desoladora.
Sin saber por
qué, instintivamente, se quitó el anillo de rubí y lo guardó cuidadosamente en
la mesita de luz.
Esa piedra
preciosa con la imagen de oro de una hormiga fue regalo de Dorotea y, según la
muchacha, tenía la cualidad de preservarlo de los malos espíritus. Lo extraño
fue que primero había pertenecido a Germán y, sin él casi saberlo, apareció en
su dedo. El hecho de haber acudido a ese lugar tras la muerte de Germán,
tenía un sentido de conciencia, y un halo escatológico envolvía su
fallecimiento al producirse de la manera más insólita. Fue así por que decidió
viajar a Laguna Brava dentro de circunstancias casi inverosímiles, además del
misterioso llamado de Dorotea la noche anterior, citándolo en ese mismo lugar
para que, precisamente, le dejase el anillo.
Cuando se asomó a
la ventana con el deseo de descubrir a ese alguien que indudablemente estaba
merodeando la finca, vio la espesura de un cielo preñado de tensiones
alumbrándolo en forma intermitente. Sintió miedo, un miedo instintivo que lo
llevó a poner la tranca en la puerta y recostar su espalda sobre la
misma. La lluvia se desató con toda intensidad.
Trató de ordenar
las ideas, puesto que desde la noche de Laguna Brava todo en él se confundía,
igual al mundo en que vivía, preocupado muchas veces por la alienación
constante del hombre de su tiempo; un ser cubierto por lo absurdo, dueño de su
verdad y vacío de todo sentimiento.
Pensó en su
conducta irregular y recordó que todos los consejos que se le daban caían en
saco roto.
Sí alguien lo
había seguido y se daba cuenta de su miedo no tendría empacho en liquidarlo.
¿Liquidarlo?, pero ¿por qué?, ¿por el anillo, o por la muerte de Germán?
Germán profesaba
el espiritismo con fe dogmática, sus dones de vidente puestos de relieve a
través de la gente que acudía a él, le hicieron ganar el mote de “mano santa”.
Prueba de ello fue su premonición en la que indicaba día, mes y hora de su
muerte, por cuya causa descartó toda idea de asesinato, como algunos sostenían,
ya que el no murió en ese camastro, sino en las inmediaciones de Laguna Brava, arropado
en su infaltable poncho de vicuña.
Recordó la
impresión del paisano Luna, vecino del lugar que, al ver el cuerpo de Germán
con la cara carcomida por las ratas, y cubierto por millares de hormigas, dio
pábulo a la gente que se llegó al lugar santiguándose:
-Las hormigas son
todos los males que Germán ha quitado, y agora las buenitas si han tomao la
revancha –expresó sarcásticamente, mientras lanzaba una risa burlona.
-Es cierto. ¡Es
cierto! –respondió afirmativamente Andrés, ante la sospecha de que alguien lo
pusiese en duda.
Había observado
la cara del hombre que parecía estar quebrada por un hachazo en dos imágenes;
la parte frontal, incluyendo los ojos, permanecía en calma, con la luminosidad
que le daba la mata de pelos grises, en oposición a la nariz y boca unidas en
una cuenca vacía.
Por intermedio de
Jauzarás, el bolichero, dueño de la cosechadora que tantas veces le llamó la
atención cuando la veía trabajar con su complejo mecanismo de
guadañadoras, fingió enterarse de muchas cosas; particularmente de aquellas
relaciones sentimentales que unían a Germán con Dorotea, la forastera
enigmática con la que Andrés tuvo amores y que conoció en el camino del cruce,
al tomar el micro.
Nunca se pudo
explicar por que su serena belleza lo trastornó al punto de sentirse atrapado
como mosca en intrincada telaraña. Es que todas las aventuras de Andrés duraban
lo que un suspiro. Siempre eran inconsistentes los contactos amorosos, porque
encontraba en todas las mujeres la urgencia de entrega. Si bien las buscaba con
sutilezas renovadas, esperaba de las mismas, resistencias. El sexo, para el
muchacho, era incentivo de vida; enamorado del amor, mantenía desde adolescente
relaciones maritales y extramaritales con dos y tres mujeres a la vez. Pero,
últimamente, sintió deseos de someterse a los impulsos de su espíritu y no de
los instintos; la dualidad se hizo visible con la aparición de Dorotea.
Andrés recordó que cuando contaba sus cuitas a Germán éste se mostró receloso.
Acuciado por las ansias del joven en conocer su pensar, el hombre respondió con
expresión lacónica:
-Veo que la
influencia de tu madre, con respecto a la virginidad, sigue marcando en tu vida
mucho de negativo. No creo que lo sexual, con cualquiera de tus parejas, te
exima de ser puro en el amor.
-Sin embargo,
¿por qué me siento feliz con Dorotea, sabiendo que está en continua defensiva,
arisqueando mis caricias?
-Te insisto, no
es más inferior la que se entrega por amor, que tu Dorotea, jugando para
casarse con vos.
Llevado por sus
palabras y pensando en la atinada reflexión de Germán, un día el muchacho
invitó a Dorotea a pasar el fin de semana en el Salto Argentino (se había
propuesto acostarse con ella), aunque le expresó su íntimo deseo de visitar el
sepulcro de Pancho Sierra.
La extrema
religiosidad de Dorotea cuando rozó el patinado mármol de la tumba del
“hermano”, claveles rojos y blancos, le hizo pensar en cuan ridículo era todo
eso; observó el brillo intenso de aquellos ojos y a su mente vino la continua
temática panchosierrista en labios de Germán, “Hoy, otra vez, bajo entre
vosotros a la tierra, con el corazón completamente lacerado por la impúdica
maldad, que de los vuestros asciende hasta el mío”.
Andrés no alcanzó
a interpretar el simbolismo cuando Dorotea sacó de uno de los floreros de la
tumba dos claveles rojos y dos blancos, aunque después, al regresar hacia el
balneario, le preguntó si había pedido por la estabilidad emocional de ambos, a
lo que ella respondió: “se cumplirá para nosotros lo mejor”, en tanto no cesaba
de acariciar los claveles rojos, más lozanos que los blancos. Andrés leyó en
los pensamientos de la muchacha una urgencia en los pedidos de gracia.
A través de la
espesura del parque, se filtraban los rayos de un sol otoñal, y el agua mansa y
cristalina del balneario, en un remanso intensamente azul, embellecía el
paisaje. Fueron hasta la confitería del hotel, donde tomaron dos aperitivos.
Andrés reiteró su amor, más el deseo de tomar habitación. Dorotea aceptó sin
retaceos la proposición y, en la intimidad del cuarto le comentó cuánto
tiempo había estado aguardando ese momento, pero no podía dejar de decirle que
en su vida afectiva existía otro hombre. Andrés preguntó sobre su nombre sin
obtener respuesta alguna, hasta que, al llegar la madrugada, confesó que el
amante en cuestión era Germán. Esto no le causo sorpresa; en más de una
oportunidad lo había sospechado, porque no desconocía las artimañas de que el
hombre se valía para sus conquistas: invocar ante el paciente los nombres
de Pancho Sierra y la Madre María.
Un odio enfermizo
sacudió el espíritu de Andrés, de ahí las ansias de silenciarlo. Cuando a los
dos o tres días lo encontró en sus sesiones habituales, Germán demostró interés
por saber si el trato con Dorotea marchaba, si la muchacha había o no cedido.
El joven respondió que no y, además, le manifestó que eso era asunto suyo. Dejó
pasar un tiempo sin verlo, en tanto las relaciones con Dorotea empezaron a
espaciarse, no por él, sino por la muchacha. Por razones de trabajo Andrés tuvo
que ausentarse y, cuando regresó a su departamento, lo encontró invadido por
las hormigas. Habían ganado los zócalos de la cocina y el dormitorio. Mientras
estaba atareado en la operación de echar hormiguicida sonó el timbre de la
puerta. La breve esquela que trajo el portero terminó por desfallecerlo: “En
recuerdo de lo que fuera nuestro amor, te ruego me olvides. Dorotea”.
Aquellos trazos
simples escritos con rasgos ilegibles eran el final de una etapa difícil de
superar. Pese a los obstáculos casi insalvables, le quedaba como única
alternativa destruir la causa del mal: Germán.
Esa noche rumió
rabia incontenible y, no obstante el cansancio del viaje, se levantó más
temprano que de costumbre. Comprobó sorprendido que, lejos de desaparecer, las
hormigas aumentaron en forma considerable. Llamó al portero para que le
explicase el fenómeno. El hombre temeroso por hecho tan inusual, atinó a decir
que tampoco lo entendía porque los departamentos eran nuevos. Recordó una frase
de Germán: “Las hormigas son síntoma de desgracia”. Llevó su mirada al anillo
donde la figura del insecto parecía sobresalir de su relieve. Una mezcla de
zozobra y de miedo lo fue inquietando al paso de las horas. Las hormigas
seguían implacables, demoledoras, en caravanas interminables, formaban sobre
las paredes un friso movedizo. Sin ver ya la forma de exterminarlas, optó por
viajar al pueblo para entrevistarse con Germán.
Cuando llegó
había anochecido. Le extrañó no encontrarlo en su cuarto, pero de pronto, vio
sobre la mesa de noche una nota que parecía estar esperándolo:
“Moriré hoy, 15
de septiembre, a las diez de la noche, en las inmediaciones de Laguna Brava,
Germán”.
Siendo las nueve
pasadas, se fue al lugar pensando que algo anormal iba a suceder.
Atravesó el campo
en medio de sombras iluminadas por una luna creciente y matizadas de
incandescentes bichos de luz. El ladrido de los perros y algún graznido de
lechuza en aquel páramo aumentaron la tensión de sus nervios quebrantados desde
el alejamiento de Dorotea, junto a la acción inconcebible de Germán, con el agregado
de las hormigas en esa invasión insólita que, a no dudarlo, habrían terminado
ya con su departamento. No sentía el peso de las piernas sobre sus pies, que
parecían tener alas, en su ansiedad de enfrentarse con el hombre, aunque
tuviese que arrodillarse ante él, en un intento desesperado para que lo ayudase
a romper el hechizo en el cual creía estar prisionero.
A medida que
avanzaba en la noche, el parche interior de la luna parecía volcarse en toda su
plenitud sobre Laguna Brava. Una luz lechosa primero, transparente y nítida
después, le hizo ver en todo su continente la figura fantasmal de Germán. Su
voz metálica y tersa le entorchó la cara cuando le dijo:
-¡Te esperaba!
¡Sabía que vendrías!
Vio que el cuerpo
de Germán se elevaba desde una tierra encendida envuelto en humo sulfuroso,
cuyos reflejos rojizos daban a su rostro un aspecto diabólico, por lo que todo
en él lo llevó a hacer desaparecer aquella figura que se le antojó maldita. Le
pareció sentir el golpe seco, asestado con el hacha encontrada en el camino,
porque el hacha no estaba en sus cálculos, y hasta hubiese podido jurar y
afirmar que todo eso había sido producto de una mano extraña que se le
anticipara en el lugar, esperando su llegada para concretar el crimen. La
actitud de Germán, en posición de espera, fue lo más incomprensible de tal
situación; situación sobrenatural que pudo comprobar para su tranquilidad, ya
que los vecinos no habían descubierto el arma homicida. Angustiado, y sin poder
resistir la bárbara y cruenta acción, echó a andar hasta la ruta a fin de
aguardar el micro de las once y media.
Trató de pasar
sin ser visto ante Brunilda, la vieja momia que en ese momento parecía
desplegarse de las sombras a través de la puerta del boliche. Pese a sus
retinas borrosas, sabía que la vieja veía en la oscuridad como la lechuza y, no
estaban equivocados los que así lo aseveraban, porque aun tratando de pasar
inadvertido en el cruce, ésta lo conoció:
-¿Y ánde va con
tanto apuro? Ricien yega y va dirse otra vez?.
-Me esperan en la
ciudad. No puedo quedarme.
-¿Asunto è
poyera? gûeno, pa` qui ha di ser mozo y fuerte. La Dorotea estuvo ayer,
está gûenita como miel, dispués `e su cura. Germán le dio rimedios pa` el amor.
Aunque él entuavía no concía a la “Hormiga negra” , ja…ja…ja…
No obstante la
borrachera, notó en el ánimo cansino de esa vieja sin tiempo un firme deseo: no
decir nada (era incondicional a Dorotea), la evidencia saltaba a la vista. Pero
¿Por qué la había llamado hormiga negra?, por qué, el anillo con la esfinge del
insecto, y la invasión de aquéllas en su departamento hasta llegar a
desesperarlo? Las preguntas se relacionaban unas con otras existiendo en ambas
el mismo origen. La espera del micro se fue haciendo penosa. Si alguien más lo
reconocía, la certeza del seudocrimen no tardaría en revelarlo como el asesino.
Como Brunilda era tan afecta al alcohol, dirían que estaba borracha, pese a que
la nota de Germán era por demás explícita en lo relativo a su muerte.
Cuando estaba
entregado a estos pensamientos, llegó el micro. Al no reconocer a ninguno de
los pasajeros se tranquilizó. El recuerdo de Laguna Brava asomaba como herida
abierta en plena piel. No alcanzaba a comprender hechos tan absurdos,
concebidos mas por un escritor de temas fantásticos que por un incipiente
viajante, imposibilitado aún de conseguir su herramienta de trabajo: el
automóvil. Aquellos sucesos tan inesperados dieron cuerpo a las aprensiones
sobre las hormigas y, al llegar a su departamento, se sintió, otra vez, turbado
al ver las paredes sombreadas y espesadas por un incesante peregrinaje,
semejante a un friso espectacular. No sabía por qué aquellos minúsculos
insectos le resultaban atrozmente carnívoros, similares a jaurías humanas que
aún pululaban en la bien constituida sociedad, socavando los cimientos de
cualquier estructura con tal de expandirse y buscar su alimento. Miró la cama
en completo desorden. Sacudió las sábanas para cerciorarse de que las
endemoniadas no habían invadido su única jurisdicción que, al fin de cuentas,
era el lecho. Respiró aliviado pensando que el avasallamiento no sería a su
persona, pero, ¡cómo dormir con la visión de Laguna Brava!, ¿cómo determinar
los instantes que precedieron a su partida en la cual todo su ser actuaba, mas
condicionado a reflejos interiores que a causas externas difíciles de definir?,
¿por qué ese apasionamiento enfermizo hacia Dorotea lo llevó a enceguecerlo de
toda razón al punto tal de hacer odiar a Germán?, ¿y el deseo de verlo la noche
anterior, correr a él forzado por las hormigas en su fantástica invasión?, ¿y
la nota encontrada en la mesita, indicando su muerte y lugar?, ¿y la
transfiguración de la cara de Germán, envuelto en ese humo sulfuroso surgido
desde el fondo de la tierra; mientras todo su cuerpo parecía dominar la noche y
sus silencios?, ¿y su ímpetu de llevarlo a él y, sin quererlo su voluntad,
destruirlo con esa hacha asesina que apareciera sin buscarla dentro de un marco
de hechicería?
Todas esas
preguntas terminaron por suspenderlo en un espacio sin tiempo, en que la
aprensión enfermiza de las hormigas acabó por aventar las escenas tan
intensamente vividas en Laguna Brava.
La idea de
descansar sus huesos entumecidos en esa cama, deseando dormir, a pesar del
miedo de ser visitado por tan extrañas huéspedes, terminó por convencerlo de
que debía acostarse. El sonido del teléfono dio un vuelco más a su inquietud.
Atendió, y reconoció la voz blanda y tierna de Dorotea cuya inflexión
acariciante lo emocionó:
-Nada temas, mi
niño grande. La hormiga negra, tu Dorotea, ha vencido a Germán. Mis amigas lo
hicieron en vos.
-¡No entiendo
nada! ¿Quién sos, y de qué infierno venís?-contestó con calor el hombre.
-Yo hice escribir
en trance a Germán la nota que leíste sobre la hora y día de su muerte
–respondió la muchacha sin cambiar de tono.
-¡Vos, vos!, ¿qué
demonio habita en tu alma? ¿Quién sos?
-Muchas en una
sola que ha crecido a través de Germán. ¡Ah, mi querido!, mañana necesito
verte. El anillo que te regalé quiero tenerlo en la mesita de luz de Germán.
Con la angustia
reflejada en los ojos, y rota su conciencia, colgó el auricular y se encaminó a
la cama.
Las endemoniadas
habían sitiado ya su lecho. Tomando lo necesario salió del departamento y se
hospedó en el primer hotel que encontró, hasta esa mañana en que viajó a Laguna
Brava fingiendo haberse enterado de la aparición del cuerpo de Germán a través
del bolichero.
Y se vio ahí,
como si estuviera huyendo del mundo y de las cosas. Le pareció mentira estar
cara al techo oyendo el sonido del viento semejante a un vocerío infernal que
pronto lo fue cubriendo.
Todo fue quedando
atrás, cuando la puerta se abrió empujada por un gran turbión neblinoso
enrareciendo el ambiente hasta oscurecer la luz macilenta de la bombita
eléctrica.
Intentó levantarse
y se sintió como estaqueado en el colchón mugriento. Una visión lo retrotrajo
al Museo de Luján, cuando de chico su madre lo llevó hasta él para que viera
los crímenes horrendos de la tiranía rosista. Aquél hombre tendido en el cepo
lo relacionó como un Cristo nuevo. Así se reflejó en ese instante cuando las
hormigas avanzaban hacia él como una nube densa, oscura…
Grandes, panzonas
y velludas, tenían el tamaño de ratas hambrientas y fueron trepando por las
frazadas con movimientos rápidos y sinuosos.
Sabía lo inútil
que sería intentar huir porque su cuerpo estaba casi paralizado desde la cabeza
a los pies.
Sintió los
párpados, la frente, los labios como un bosque en llamas. Las mandíbulas de las
invasoras, a la manera de tijeras, cortaban el tejido de la tela de su traje,
de la ropa interior, de todo cuanto lo envolvía. Eran como miles de saetas que
se incrustaban en su piel. En un esfuerzo supremo trató de incorporarse al
verse bloqueado por ese alud hirviente.
Necesitaba
gritar, pero no podía, aunque dentro de él estallaba un grito ronco, impreciso,
rugiente hasta la locura al apercibirse de que las malditas se encaracolaban en
sus ojos como si trataran de desprenderlos.
Perdió toda
visión y experimentó un agudísimo dolor en la garganta porque las hormigas lo
estaban devorando. El sonido crujiente de los garfios carnívoros desgarrando
sus carnes lo llevó otra vez sin conseguirlo a querer incorporarse, pero cayó
finalmente en un estado de inconsciencia absoluta.
Ya no sentía el
dolor de las carnes, aunque el espíritu seguía viviendo intensamente con todas
las fuerzas de su tragedia.
El dolor físico
cesó cuando se vio transportado a esos momentos en que su piel se fundía en el
cuerpo de Clarita, aquella muchacha tan pura de alma que él nunca había llegado
a conocer porque la veía hembra; o Luisa, la hija de los Ruiz, que en el maizal
se le entregó como paloma indefensa, o aquella Carmen, casada con Ezequiel
Padilla, a la que dejó encinta, y que al descubrirla el marido terminó por
ahorcarla en la higuera, junto al brocal bordeado de azucenas.
La oscuridad y el
silencio levitaron su mente a un espacio infinito hasta arrancar de raíz su
cuerpo…
Cuando el sol
otoñal entró en aquella lúgubre y sucia habitación, una sombra alargada y
deforme reptó lentamente sobre el piso de ladrillos.
La sorprendente y
repulsiva figura se fue transformando en una vieja y hierática mujer. Era
Brunilda contemplando los despojos del hombre y que, esbozando una mueca, sacó
del cajón de la mesita de luz el anillo de rubí con la figura de la hormiga.
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